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El día en el que me vendieron como prostituta

18 nov 2015

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Thuy* es buena estudiante. Ha aprobado sin problemas el segundo curso de Económicas y piensa dedicar el verano a trabajar para ayudar a su familia. Es lo que se espera de una joven como ella. Una amiga le ha hablado de un empleo temporal recolectando fruta en Bắc Giang, una pequeña localidad tres horas al norte de Hanoi.

 Thuy se sube al coche. Es una mañana calurosa y el vehículo se detiene para que puedan refrescarse. “No volveré a casa para comer”, le dice a su hermana por teléfono. Será la última vez que hablen en dos años. Esa misma tarde Thuy cruzará la frontera china para ser vendida como prostituta.
Han pasado 36 meses y Thuy sigue siendo una muchacha joven y atractiva. De una belleza delicada. Frágil. Su figura, moldeada por la finura de sus formas, luce tersa y lozana. Su rostro, huella de un pasado mestizo, resplandece en unos ojos melosos ocultos tras una media melena jaspeada por tonos rojizos. Su cuerpo ha olvidado el cautiverio sexual. Su mirada no ha dejado de llorar desde entonces

Algo en ella se rompió aquella tarde de verano. Le robaron la inocencia. El derecho a soñar con un mundo perfecto. “Entonces tenía 20 años y ni siquiera entendía la jerga que utilizaban para referirse al sexo. De hecho, pensaba que estaban hablando de un trabajo en la construcción. En ese momento pensé, 'puedo trabajar en la construcción para pagar mi rescate’. Después, las otras dos chicas vietnamitas que estaban en el brothel me explicaron de lo que estaban hablando en realidad. Tenía que trabajar como prostituta. Tenía que vender mi cuerpo”.
No volveré a casa para comer”, le dice a su hermana por teléfono. Será la última vez que hablen en dos años. Esa misma tarde Thuy cruzará la frontera china para ser vendida como prostituta

El día que cambió mi vida

Cuando Thuy se despertó aquella mañana de 2012 no sabía que sus días como estudiante responsable e hija ejemplar habían terminado. Desayunó y charló con su madre antes de salir a la calle. Hacía calor. Mucho calor. Se encaminó a la dirección de la agencia de trabajo temporal donde había quedado con su amiga. Ésta nunca llego. Antes de entrar en la oficina, dos hombres, que decían representar a la agencia de empleo, le pidieron que los acompañara a comprar material para su nuevo puesto. Durante el trayecto le explicarían en que consistiría. “Me dijeron que tendría que ir a Bắc Giang a recolectar fruta y después traerla a Hanoi para venderla”. Durante algo más de una hora recorrieron el centro de la capital vietnamita. Adquirieron gorras, sombreros y otros utensilios. Cuando dieron las 11.00, se detuvieron en una cafetería para beber algo. Thuy estaba sedienta. “Me di cuenta de que era ya mediodía y que no podría volver a casa a tiempo para comer, así que decidí llamar a mi hermana. Me alejé unos metros, hasta una esquina. Hablé con ella y le dije que no iría a casa a comer. Cuando volví a la mesa, los hombres habían pedido una taza de caña de azúcar para mí. La bebí mientras charlábamos. Entonces no noté nada”.
Tras dos años en China, Thuy ha conseguido rehacer su vida. Trabaja en un hotel en Hanoi y está prometida. /PABLO L. OROSA
Minutos después cogieron un taxi. Es aquí donde la memoria de Thuy se balancea entre el olvido y la conciencia suspendida. “Sólo recuerdo que estaba completamente oscuro cuando llegamos. Después descubriría que estábamos en Lang Son, en la frontera con China, pero en aquel momento no sabía donde me encontraba. Era una casa pequeña y había mucha gente mirándome”. Le ofrecieron un plato de noodles y algo de agua para beber. Los dos hombres se volvieron a dirigir a ella. “Me dijeron que iríamos a comprar algunos equipos electrónicos para venderlos también en Hanoi”. La condujeron a través de dos pasillos. Sólo se detuvieron para pagar. Sin darse cuenta, Thuy había cruzado la frontera clandestinamente.
Era ya medianoche y el grupo se desplazó hasta un mercado. “No sé lo que ocurrió realmente allí, hablaban en chino con algunos hombres chinos. Creo que intentaron venderme, pero no alcanzaron un acuerdo”. Aquella madrugada no había maridos para Thuy. Sólo un nuevo taxi rumbo a la provincia de Guang Xi.
Era una calle amplia, repleta de luces y carteles que copaban las paredes. Había un hotel. Adentro, una pareja, él chino, ella vietnamita, esperaba en silencio. La conversación apenas duró unos minutos. “Vámonos a casa”, le dijo la mujer. Tenía unos 30 años y hablaba en su idioma. “Estaba mareada y muy cansada, así que la seguí. Nos fuimos a una casa”. Media hora después, otras dos jóvenes de origen vietnamita aparecieron en la vivienda. Fue entonces cuando la mujer se dirigió a Thuy: “Desde ahora tendrás que servir sexualmente a los clientes para pagar la deuda que tienes conmigo”.

El valor de la virginidad

En los últimos diez años, según cifras oficiales, alrededor de 22.000 jóvenes vietnamitas han sido víctimas del tráfico humano en Vietnam, principalmente en las provincias de Quang Ninh, Bắc Giang y Lang Son, próximas a la frontera con China. “Entre 2005 y 2013, más de 6.000 mujeres y menores vietnamitas han sido ‘traficados’ a través de las fronteras con China, Camboya y otros países. Además, otros 10.000 han sido declarados ausentes de su hogar sin una información clara de su paradero. Las cifras oficiales de casos de tráfico humano son muy inferiores a la cantidad real”, explica Le Hong Loan, responsable de protección al menor de Unicef en Vietnam. “Los matrimonios forzados, el comercio sexual, laexplotación laboral y las adopciones ilegales” están detrás de estos números, añade.
En la industria del tráfico humano la belleza y, sobre todo, la virginidad determinan el valor mercantil de las mujeres
En la industria del tráfico humano la belleza y, sobre todo, la virginidad determinan el valor mercantil de las mujeres. “Las chicas más guapas son utilizadas para estos matrimonios forzosos. Normalmente, los brokers les permiten rechazar a uno o incluso dos pretendientes, pero después las amenazan: ‘si no aceptáis al siguiente os enviaremos al brothel’.¡Qué pueden hacer entonces más que aceptar!”, exclama la directora de proyectos de la ONG Hagar International en Camboya, Wei Wang. Varones asiáticos, fundamentalmente chinos, japoneses, singapurenses y coreanos, pagan entre 350 y 8.500 euros por estas jóvenes vírgenes con la creencia, fuertemente arraigada en el continente asiático, de que desflorar a una mujer cura enfermedades, aumenta la fuerza y alarga la vida.
A Thuy la vendieron por 1.500 dólares. Una cantidad ridícula para los miles de euros que sus captores obtuvieron prostituyéndola durante dos años. “En ese tiempo, el dueño del brothel compró coches nuevos y adquirió más chicas. Todas fueron vendidas después a otros brothels. Sólo tres chicas se quedaron con nosotros”. La mayoría de los clientes eran chinos. Entraban, elegían y subían a las habitaciones con las chicas. Ellas ni siquiera conocían el precio de sus servicios. “Los clientes pagaban directamente a la pareja que regentaba el local”. Así, Thuy nunca sabía cuando su deuda quedaría saldada. “Al llegar me dijeron que tenía que pagar mi deuda. Los 1.500 dólares que habían pagado por mí, más todos mis gastos: la ropa, la comida, el alojamiento…”. Un círculo infinito del que las jóvenes jamás podrían salir. “En una ocasión, el dueño del local nos dijo que si éramos capaces de abonar nuestra deuda seríamos libres y entonces, si queríamos, podríamos trabajar con él como socios, ‘al 50%’. ‘En un año podréis ganar hasta 5.000 dólares’, nos aseguró. En ese momento me di cuenta de la cantidad de dinero que estaba ganando con nosotras”.
En prisión nos trataban como si fuésemos cerdos. Nos tiraban la comida en cajas sucias y todas teníamos que compartir la misma caja”
Cuando no estaba trabajando, Thuy pasaba el tiempo en la casa. “El jefe nunca nos autorizaba a salir, ni siquiera para buscar clientes. Si en algún momento estábamos fuera, uno de sus hombres nos seguía a todas partes”. Las chicas apenas podían comunicarse. “La televisión, las revistas…todo estaba en chino mandarin, no entendíamos nada. Sólo nos enseñaron algunas palabras en el dialecto local, que es totalmente diferente. Él no quería que aprendiésemos chino mandarín”. Pese a todo, Thuy consiguió trabar amistad con un cliente. “Venía habitualmente. En una ocasión me dijo que su teléfono podía llamar a Vietnam, así que le pregunté si me dejaría llamar a mi hermana. Aceptó. Marqué. No funcionó”.
Por un instante las nubes de la memoria se vuelven negras. Thuy se seca los ecos de aquel dolor con las mangas de una chaqueta rosa de punto con la que hoy, tres años después, se protege de la llegada del monzón.
—Necesito un minuto, se excusa. Un llanto silente envuelve toda la estancia.

Las 7 mujeres

Habían pasado sólo unos meses desde su llegada a Guang Xi cuando la trasladaron de nuevo. La Policía china había efectuado varias redadas contra la trata de blancas en la ciudad, así que el jefe decidió trasladar el brothel a una zona rural. Era un paisaje bucólico, una campiña rodeada de un bosque frondosos y tierras fértiles. Al cabo de unas semanas, la pareja adquirió una nueva joven. Era un muchacha hermosa, de unos 13 o 14 años, también de origen vietnamita. Incapaz de resignarse, la pequeña se rebelaba con todas sus fuerzas. “Intentaba agredir a los dueños, les pegaba y mordía. No la podían dejar sola, así que la llevaban con ellos a todas partes. En una ocasión, el marido tenía que viajar a su ciudad natal para arreglar unos asuntos de familia. Hicieron el trayecto en su coche particular. En el camino, en un peaje, la joven vio a la Policía y empezó a gritar. ¡Ella hablaba chino, pero los dueños no lo sabían!”. La Policía detuvo el coche y en cuestión de horas todas las chicas del brothel fueron liberadas.
Entonces ocurrió lo de la Policía. “Nos metieron en prisión durante dos meses. Nos tiraban la comida en cajas sucias y todas teníamos que compartir la misma caja. Nos trataban como si fuésemos cerdos”. Tras ocho semanas, la Policía las trasladó a un área cerca de la frontera. “Éramos siete chicas. Nos dejaron en la base de la montaña, todavía en China, y tuvimos que arreglárnoslas solas. Yo estaba muy asustada porque en esa zona operan las mafias. Tenía miedo de que nos atrapasen y nos violasen, o nos volviesen a vender”. “Cuando nos dejó la Policía empezamos a correr. Un grupo de hombres nos perseguía gritando ‘deténganlas, están intentando escapar’. Había un cruce y nosotras no sabíamos cuál era el camino a Vietnam. Escogimos al azar. Afortunadamente acertamos. Había un autobús”, relata aliviada.
Thuy sostiene en sus manos las historias de otras jóvenes vietnamitas que como ella han sido víctimas del tráfico humano. / PABLO L. OROSA
Tras cruzar la frontera, las siete mujeres se dirigieron a Lang Son, donde una de ellas tenía una vivienda. Estaban de vuelta. Aunque lo habían perdido todo. Ya no eran vírgenes, ni inocentes. Ya nunca más podrían ser felices. Ya tenían un pasado del que huir eternamente. “En muchos casos las familias las rechazan cuando vuelven a casa. Creen que traen la vergüenza a su apellido”, señala Huyen Trang, asistente social de Hagar en Vietnam. En muchos casos, han sido las propias familias las que han vendido a las chicas. “Es muy habitual en Camboya que una madre venda a su hija por dinero. En Vietnam suele ser alguien cercano, un amigo, un vecino, un novio o un pariente lejano. Es la parte más dolorosa del tráfico humano. La confianza rota”, añade.
Thuy temía que su familia la repudiara. Que la hubiesen olvidado tras aquellos dos años. “Cuando llegamos a Lang Son tenía sólo 5.000 dongs (0,20 €) en el bolsillo. Con eso apenas podría telefonear a mi hermana y dejarle un mensaje para que me llamase. No sabía qué hacer. No sabía si ir a casa o volver a China para ganar algo de dinero. Había perdido mi virginidad, lo había perdido todo”. “Le dije a mi hermana que pensaba en volver a China, ella llorando me contestó: ‘si quieres hacerlo, por lo menos déjame verte. Ha pasado mucho tiempo. Puedo comprarte un teléfono, así por lo menos podremos hablar mientras estás allí”. Esa misma noche, su hermana, su cuñado y su padre fueron a buscarla a Lang Son. “Me trajeron de vuelta a casa”.
Han transcurrido más de tres años desde aquella tarde de verano. Meses en los que Thuy ha visto morir su propia vida. Ya nunca será economista, ni trabajará en una gran empresa. Ya nunca más será la hija perfecta. Más hoy, las nubes comienzan a deshacerse sobre el cielo de Hanoi. Hoy, Thuy trabaja en un hotel de cinco estrellas de la capital y está prometida. Hoy, Thuy ha comenzado a convivir con su pasado. Hoy, ha comenzado a olvidar que un día fue vendida como prostituta.
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