Las luchas políticas
minaron la frágil salud del sanjuanino.
Desde su juventud la precoz calvicie y
una serie de enfermedades (fiebre tifoidea, su hipoacusia y hasta un
"ataque cerebral") le otorgaron ese aspecto de precoz
senilidad. Los esfuerzos por el enfrentamiento contra el gobierno de Miguel
Juárez Celman desembocaron en una pertinaz bronquitis que lo tuvo a
mal traer.
Deseoso de escapar de los rigores del invierno porteño se embarcó hacia
Asunción. El clima benigno le dio nuevos ánimos. Todo lo estudiaba, todo lo
analizaba, pero no pudo con su genio… un comentario que realizó sobre el
dictador José Gaspar Rodríguez de Francialo condujo a un cambio de
palabras que terminó con un reto a duelo. El presidente de Paraguay, gracias a
su mediación oportuna, pudo evitar el enfrentamiento.
Cultivó una
hiedra para su tumba y preparó todos los detalles de su entierro
Sarmiento retornó a
Buenos Aires en diciembre, pero a pesar de su actividad desbordante, adivinaba
que el fin se acercaba. Cultivó una hiedra para su tumba en el terreno que le
cedieron en la Recoleta y preparó todos los detalles de su entierro, tal como
lo había hecho a la muerte de su hijo Dominguito. En la oportunidad, eligió
para su epitafio: "Una América toda asilo de los dioses todos con lengua,
tierra y ríos y libres para todos".
El 28 de mayo de 1888 se
embarcó una vez más hacia Paraguay. No era el mismo que había viajado un año
antes: estaba afónico, había perdido peso, pero no había extraviado su temple.
"¡Ah! si me hicieran presidente les daría el chasco de vivir diez años
más", decía en tono de broma, que como toda humorada siempre
tiene algo de verdad…
De todas maneras, muchas
ilusiones no se hacía, al ver alejarse la ciudad de Buenos Aires, murmuró con
una triste sonrisa "Morituri te salutant", el adiós de
los gladiadores (Los que van a morir te saludan).
En Asunción se alojó en
el hotel Cancha Sociedad, construido en terrenos que fueron de madame Elisa
Lynch, la amante irlandesa de Solano López. Tenía muchos proyectos pero el que
más lo entusiasmaba era la construcción una casa isotérmica traída de Bélgica.
Vencida la tos, el viejo
estadista recuperó sus fuerzas y trabajó incansablemente. Plantó
árboles, asistió a los obreros en la búsqueda de agua, escribió artículos, jugó
con sus nietos y hasta salió de pic-nic con la familia. Para colmar su
felicidad, llegó Aurelia Vélez, la hija de Dalmacio Vélez
Sarsfield, que se había convertido en su amiga, su admiradora y su amante. A
ella le había escrito: "Venga, juntemos nuestros desencantos para ver
sonriendo pasar la vida". Aurelia viajó en compañía de su hermano
Constantino y su sobrina Manuela. A ella Sarmiento le enseñó a leer con un viejo
ejemplar del Facundo. Fue su última alumna.
Tanta actividad lo
resintió. Para agosto, su palidez impresionaba. La familia, alarmada por el
notable deterioro, llamó a su nieto Julio y requirieron los servicios de su
médico y primo, el doctor Lloveras, que no estaba en condiciones de viajar
desde Buenos Aires. La noticia de su gravedad se difundió por el país y
empezaron a llover cartas. Todos querían saber como estaba el sanjuanino.
Sarmiento contestó todas las misivas, pero sus ojos se llenaban de lágrimas
a cada rato, se estaba despidiendo de sus amigos, de la gente que lo
quería, que lo admiraba.
El doctor Andreussi lo
visitaba a diario, dando precisas instrucciones: nada ni nadie debía alterarlo.
Pero aún así, el sanjuanino se exaltaba por pequeñeces como siempre lo
había hecho. No era momento para cambiar.
Aurelia debió volver a
Buenos Aires. Los amantes se despidieron como dos viejos amigos, sabiendo que
nunca más se volverían a ver.
Siento que el
frío del bronce me invade los pies
El doctor Andreussi lo
asistió junto al doctor Hassler. Ante la gravedad del paciente y dada su
importancia, se sumaron a la consulta los doctores Candelón (que hizo un
retrato pormenorizado de estos días finales), Hoskina, Vallory y Morra. Juntos
diagnosticaron una lesión orgánica al corazón de pronóstico ominoso.
Sarmiento se preparó para morir y le pidió a su nieto que lo sentase en
el sillón "para ver amanecer". Nunca más pudo ver el sol.
"Siento que el frío
del bronce me invade los pies" se le escuchó decir.
Falleció a las 2:15 del
11 de septiembre.
Muerto ya, el ministro
García Mérou, en compañía del fotógrafo Manuel de San Martín, retrató
al difunto como era costumbre de la época. El escultor Víctor de Pol tomó
su máscara mortuoria. Los tres médicos de cabecera se encargarán de embalsamar
el cadáver.
Así comienza el lento
retorno de Sarmiento a la patria que tanto lo había idolatrado y también
criticado. Mucho se ha discutido sobre si Sarmiento murió reconciliado con la
religión. Una carta fechada en 1874 a su amigo José Posse, dice textualmente.
"Hubiera deseado que a la hora de la muerte estuvieses por aquí para
verme morir sacramente y reconciliado con la Iglesia". Sin
embargo sus enfrentamientos con monseñor Aneiros continuaron por varios años
más.
Se sabe que cuando
Sarmiento estando agonizando, fue llamado el padre Antonio Scarella para
auxiliarlo. Hacia el hotel Cancha Sociedad se dirigió el cura, conducido por
dos ordenanzas. Al llegar debió esperar veinte minutos al cabo de los cuales,
uno de los doctores, anunció la muerte del ex presidente.
¿Había llamado Sarmiento
al sacerdote –como sospechaba el mismo Scarella– o acaso uno de su séquito
esperaba que en el último momento Sarmiento se reconciliara con la religión?
Aníbal Ponce cuenta que Sarmiento, adelantándose a algún posible desvarío, le
dijo, a sus familiares y amigos: "Yo he respetado sus creencias sin
violentarlas jamás. Devuélvanme ese respeto. Que no haya sacerdotes junto a mi
lecho de muerte. No quiero que por un instante de debilidad pueda comprometer
la dignidad de mi vida".
La nave que lo
conducía a Buenos Aires se detuvo en cada puerto a lo largo del Paraná para que
el pueblo saludara al maestro inmortal
¿Llamó Sarmiento a un
sacerdote o alguien lo hizo en caso de que se arrepintiera a último momento?
Sólo Dios lo sabe.
La nave que lo conducía
a Buenos Aires se detuvo en cada puerto a lo largo del Paraná para que el
pueblo saludara al maestro inmortal. Una nutrida procesión acompañó el ataúd
hasta su descanso final en el Cementerio de la Recoleta. En el trayecto un
señor entrado en años no se descubrió al paso del cortejo. Era Ricardo
López Jordán, el caudillo entrerriano que había levantado a la
Mesopotamia en armas contra el gobierno del sanjuanino. Ahora lo veía camino a
su última morada. El otrora poderoso caudillo no pudo evitar escupir con
fiereza: "Por fin me vas a dejar de joder…".
Dos años más tarde,
López Jordán caía fulminado por el hijo de una de sus víctimas durante los años
de guerras civiles.
Fuente:INFOBAE