Le
llamaban Martillo. Sobre el cuadrilátero era un argentino con el tabique
torcido al que le costaba respirar.
Pero cada vez que sonaba la campana, se
convertía en un caballo desbocado. La certeza de que la vida es larga nunca fue
con él.
QUÉ ES la
paciencia, a fin de cuentas? ¿Qué significa saber esperar? Martillo no respira
nada bien, y es probable que Hagler lo sepa. Tiene torcido el tabique nasal, el
aire pasa poco y pasa mal por su nariz oblicua. Pero no quiere operarse por
nada: le tiene miedo a la operación. A eso sí le tiene miedo (y a nada más, que
yo sepa).
Trabajamos
más de un año con Martillo para enseñarle a dosificar el esfuerzo, a regular el
aire, a ser paciente. Si se apura, se ahoga: Martillo lo sabe bien. Economía
aeróbica, le dijo Tito, y Martillo asintió, entendió lo que querían decir esas
palabras que no entendía.
Lo
miro ahora, después del himno, quitada la bata, a punto de salir a pelear con
Hagler. Luce sereno, serio pero controlado. “Tranquilo, Martillo”, le dice Tito,
“tranquilo, que son 12 rounds”. Martillo asiente. La
campana va a sonar, bajamos del ring, lo dejamos solo. La campana
suena, la pelea empieza.
TRABAJAMOS MÁS DE UN AÑO CON
MARTILLO PARA ENSEÑARLE A DOSIFICAR EL ESFUERZO, A REGULAR EL AIRE, A SER
PACIENTE.
¿Martillo
se transforma de repente en otro o fue siempre este que vemos y no alcanzamos a
darnos cuenta? ¿Otro hombre, que es él, se apoderó de él, o estuvo siempre ahí
y nosotros no lo advertimos? Empieza la pelea y Martillo salta feroz, apurado,
desesperado. Como un caballo desbocado, sí; como un toro soltado al ruedo, en
efecto. Sale muerto de ansiedad, a acabar con todo muy pronto. Muy pronto, lo
antes posible, en un round, en medio round:
ya mismo.
Martillo
se agita, después jadea, después boquea, por fin se ahoga. Hagler cae, pero se
levanta. Martillo, en cambio, cuando caiga, ya no va a levantarse más. Perderá,
perderemos, olvidando todo el plan, las lecciones de paciencia, el saber
esperar el momento, la certeza de que la noche es larga, que la vida misma lo
es.
Tito
está furioso con él (se nota en que lo llama Roldán, en que no le dice
Martillo). Rompe cosas en el vestuario y en la cena no prueba bocado. Yo, en
cambio, no le digo nada; yo, en cambio, no le reprocho nada. Una palmada en el
hombro, acaso dos, y nada más. ¿Palabras? Ninguna. ¿Para qué, si no las tengo?
Martillo
no levanta los ojos: la vista tan perdida como él. ¿Qué puedo decirle yo?
Llegamos al hotel, de madrugada, entro en mi habitación y pido línea a la
operadora. Llamada internacional, sí. Ni me fijo en la diferencia horaria.
Mabel me pidió un tiempo, sí. Un tiempo para pensar tranquila. Me pidió que no
la llamara, sí. Que no habláramos hasta después del viaje. ¿Qué puedo
reprocharle yo a Martillo, al pobre Martillo, al bueno de Martillo? Suena el
teléfono en la casa de Mabel, que todavía, por ahora, es la mía. Suena y suena
y espero que atienda. Si no atiende, me muero-Martín Kohan